viernes, 1 de octubre de 2010

La mujer que no amaba a las mujeres


No debería usted seguir leyendo este artículo si tiene pensado ver la película “Los hombres que no amaban a las mujeres”. Aunque, la verdad, tampoco es que vayamos a desvelar partes esenciales del argumento porque dicho film, lo que se dice partes esenciales, no tiene. Determinado cine de entretenimiento es al séptimo arte lo mismo que los “phoskitos” a la alimentación humana: engordan pero no alimentan. O sea que el asunto tampoco tiene mayor importancia, pero bueno, las promesas hay que cumplirlas y el pasado viernes quedé con ustedes en escribir sobre un tema tan poco novedoso como la popular novela de Larsson.
Entretenido, bien tramado el argumento y bien interpretado por unos autores solventes -y por supuesto, desconocidos para la mayoría del público; la producción es sueca/danesa/noruega -, la película plantea un conflicto moral de lo más interesante. O mejor dicho, no lo plantea, lo que la hace aún más curiosa. Verán -lo que no hayan visto aún este metraje -: una joven de opulenta familia es vejada, golpeada, violada y brutalmente humillada por su padre y su hermano, dos energúmenos que se jactan ante ella, entre otras hazañas, de haber torturado y asesinado a muchas mujeres. Son dos homicidas sistemáticos, psicópatas racistas, depravados que encuentran satisfacción en el dolor y el pánico de sus víctimas. La chica, Harriet Vanger, consigue librarse de su padre, escapa del hermano y, ayudada por una tía que debía quererla mucho, huye a Australia, donde pasa cuarenta años desaparecida, criando ovejas o algo semejante, llevando una vida bucólica, tranquila y alejada del horror que vivió en Suecia. Eso sí, no olvida el detalle encantador, supersentimental de la muerte, de enviar cada año a su amado tío Henrik un regalito, trabajos manuales como de escuela que el atribulado pariente cree son remitidos por el asesino de su sobrina.
Harriet Vanger conoce el terrible secreto de su familia, sabe que su hermano continua secuestrando, martirizando y asesinando a mujeres… y no hace nada durante cuatro décadas. Calla desde su seguro refugio australiano, envía el primoroso recordatorio a su tío y vive la vida; porque total, para cuatro días que vamos a estar en este mundo, para qué complicarse la existencia. Hasta que el periodista Blomkvist y la hacker Salander dan con ella, Harriet sigue muda y feliz en su planeta de ovejitas, ropa vaquera y sombreros a lo Cocodrilo Dundee. Final feliz: el reencuentro con el tío Henrik, la disculpa. “No sabía que interpretabas así el envío de mis regalos de cumpleaños”, se justifica. Todos contentos. Las mujeres sacrificadas, decenas de ellas, que han padecido las atrocidades del asesino, transcienden su condición de cadáveres descuartizados para convertirse en anécdota argumental. Lo importante es que la niña bien de familia rica haya aparecido, y que el malo esté muerto. El sufrimiento de la plebe… ah, la vida es dura, amigos. El silencio de Harriet… bueno, la pobre estaba tan traumatizada… no es de extrañar.

Desde que el redactor de necrológicas Pereira -aquel que siempre sostenía algo -, dejó colgado al ignorante cajista de su periódico lisboeta, inerme ante la dictadura salazarista, en descubierto y culpable por haber publicado un artículo subversivo sobre el asesinato de García Lorca, no se había contemplado semejante arrogancia y desembarazo ético en una narración literaria, sea en “soporte” cine o papel, lo mismo da. Pereira y Harriet Vanger tienen algo en común: ambos huyen, se salvan, se liberan, y no echan la vista atrás ni muestran siquiera atisbo de analizar su propia responsabilidad en el horror concreto que tiraniza el ambiente del cual consiguen huir. Salvados ellos, húndase el Titanic.
Aunque quizás la actitud de Harriet Vanger resulte simpática, digna de compasión y solidaridad bajo la mirada amorfa de la ética ultramoderna. La primera obligación del individuo, parece ser, exige encontrar su exclusivo, protector paraíso. No importa que la seguridad física implique la muerte de la conciencia, la pizca de rebeldía ante la iniquidad que el espíritu medio despierto impone a cualquier ser humano. Lo que suceda a los demás, es cosa que no nos incumbe. En todo caso siempre queda la esperanza de que un periodista como Blomkvist y una joven que los tiene bien puestos como Salander, hagan justicia y se esmeren en dar a los malvados su merecido. En caso contrario, qué le vamos a hacer. La vida es dura, ya se dijo. Y ande yo caliente…
En fin, que se me olvidaba: el novelista Stieg Larsson es considerado por muchos críticos como autor de “conciencia social”. Vale. Para tomar nota.

No hay comentarios:

Publicar un comentario