sábado, 2 de octubre de 2010

El arte de complicarse la vida


Poke Rafferty es escritor. Vive en Bangkok con su novia Rose, ex bailarina de un club de striptease (en efecto, ex-lo que ustedes están pensando), y con Miaow, una niña acogida por Rose que puede permitirse el pequeño lujo de elegir su edad, nueve años, y la fecha de su cumpleaños, aunque seguramente no pueda librarse nunca del recuerdo de su vida en la calle (también aciertan con lo que están pensando).
La vida transcurre más o menos sosegada para este singular y desde luego encantador grupo humano. Rose dirige una empresa de limpiezas a domicilio cuya plantilla está integrada por muchas “ex” que han decidido librarse de la sordidez y explotación de su anterior oficio. Miaow lleva una existencia convencional y se siente protegida y querida en su nueva familia. Poke, como escritor que no puede evitar ser, es algo más extravagante: ha contratado los servicios de unos cuantos delincuentes, mafiosos, espías y gente de parecida catadura, para que le instruyan en las artes del gremio. Es uno de esos escritores anglosajones para los cuales “Nulla sapiencia sine experiencia”. De cualquier forma, todo parece estar bajo control. Hasta que un día…
Todas las buenas historias empiezan con un fenomenal “pero” interpuesto en la vida de los personajes. Surge el conflicto y se desencadena el argumento. En El cuarto observador es de agradecer la sutileza e imaginación, el esmero con que Timothy Hallinan trama y ejecuta las condiciones bajo las cuales la vida de Poke Rafferty va a convertirse en una vertiginosa carrera, huyendo de la muerte y persiguiendo su salvación y la de quienes ama. Digo que es de agradecer porque la verosimilitud en este tipo de narraciones, o género si se prefiere (el puro “thriller” contemporáneo), es virtud literaria bastante complicada de encontrar. Si el argumento de El cuarto observador se formula de manera más espectacular, por ejemplo: “Tailandia – Un escritor y su novia exprostituta se ven involucrados en el tráfico de rubíes y en una guerra interna entre falsificadores de moneda, por lo que comienzan a ser perseguidos implacablemente por las mafia china, tailandesa y coreana…”, lo más seguro es que el lector se suponga ante una novela de aventuras difícilmente creíble aunque entretenida. Mas el arranque de esta obra es pausado, de ritmo doméstico, detenido en los perfiles psicológicos de los personajes (acaso grata influencia de Le Carré, maestro indiscutido), para crear un ambiente de cómoda intimidad, esa conformidad con el entorno que siempre resulta aparentemente sólida a los personajes y llena de inquietud al lector, porque éste sabe que tarde o temprano aparecerá un capítulo titulado. “Puede que tengamos un problema”. Hilvanar cuidadosamente, con una prosa fluida y en ocasiones brillante, cada uno de los pasos que llevará el relato de la “normalidad” a la vorágine de la acción desatada, es otro acierto del autor que agradecen sobre todo quienes, como un servidor, no son incondicionales seguidores del género. Sin embargo, una idea rectora se impone sobre las limitaciones (y la amplitud, evidentemente), propias de una historia como El cuarto observador: la asombrosa capacidad para complicarse la existencia que tienen los seres humanos, una inclinación casi fatídica hacia el desastre que, por tomárnoslo filosóficamente, resumiría nuestra bien acertada intuición de que en la vida, sucedan como sucedan las cosas, al final todo acaba mal. Hay verdaderos hallazgos literarios en torno a esta idea, como la fantástica sentencia de una de las empleadas de Rose, la cual se queja de que un cliente la mira demasiado mientras se dedica a las faenas de limpieza: “Si pudiera dejarme el trasero en casa, se acabaría el problema”.
Si pudiéramos desposeernos de cuanto somos y nos obstaculiza, de aquellos rasgos de la naturaleza humana que nos abocan sin remedio al conflicto… si pudiésemos dejar en casa no sólo el trasero sino la vanidad y la torpeza, el orgullo, la codicia y la impostura, probablemente seríamos mucho más felices, dormiríamos en completa beatitud, la vida sería como un largo río tranquilo, como una eterna tarde de domingo. Y no habría literatura. Timothy Hallinan nos recuerda con esta novela que vivir, ante todo, significa encarar un enorme reto. Quien lo acepta, siente el pulso de los días. Quien decide renunciar, para su desgracia descubre que las reglas del juego no contemplan esa opción. Al final, siempre queda la misma, invariablemente enseñanza: Vivir es riesgo. Lo demás, simulacros que llevan invariablemente al fracaso.

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