jueves, 30 de septiembre de 2010

¿Qué yo?


El ‘yo’ ha dejado de ser una experiencia íntima” con las nuevas tecnologías.

“Internet ha potenciado la expresión autobiográfica”. Así lo afirmó en la Universidad de Navarra Anna Caballé, profesora de Literatura Española y responsable de la Unidad de Estudios Autobiográficos de la Universidad de Barcelona. Asimismo, destacó que “gracias a las nuevas tecnologías y a las redes sociales, el sujeto autobiográfico posee en la actualidad un componente muy público”, a lo que añadió que “el ‘yo’ ha dejado de ser una experiencia íntima para convertirse en una carta de presentación”.

Uno lee estas cosas y de inmediato le acuden dos preguntas a las entendederas: en qué mundo vive uno, sin enterarse de avances tan jugosos en el ámbito de los estudios psicosociales; y cómo es posible que fenómenos de tal calibre (la disolución/superación del yo íntimo en el apogeo tecnológico de las redes sociales, cuando se dudaba incluso de que tal yo íntimo tuviese suficiente entidad y capacidad agente como para siquiera expresarse en lo más aburrido de un partido de fútbol de segunda división), se produzcan así como así, apenas sin anunciarse, como la primavera que llega y da la impresión, siempre, de que va a quedarse eternamente instalada en nuestras vidas que despabilan tras el invierno.
No quiero ni pretendo poner en cuestión la autoridad de la doctora Caballé en asuntos tan complejos que incluso pudieran derivar en lo abstruso, pero la cuestión tiene su importancia. El “yo”, como sustrato necesario e insustituible del individuo, es en consecuencia, al mismo tiempo, receptor y catalizador de todos los valores establecidos, fijados y racionalmente desarrollados en las coordenadas que señalan el “estado de civilización”. Conjeturar sobre la cesión de atributos de ese yo esencial, en favor del yo público que se expresa en Internet, requiere (al menos debería), el aporte de una serie de precisiones insoslayables. La primera de ellas. ¿A qué “yo íntimo” se refiere la experta cuando lo reduce a la categoría de expresión autobiográfica en la red?
Quizás se refiera al yo/ego que psicólogos, psicoanalistas y neurólogos llevan un par de siglos indagando, sin haberse puesto de acuerdo todavía en cuáles son sus factores reales de enraizamiento en la percepción natural que todo ser tiene de sí mismo, así como, por afinidad “intuida”, sobre el conjunto de seres, pensantes o no, que conforman la realidad cognoscible, lo que los filósofos llevan tanto tiempo denominando “fenómeno”. Y de ahí a la conciencia como alusión perpetua que nos sugiere la pertenencia del yo a un “suprayo” que se sospecha estrechamente vinculado con el fondo indiferenciado de cuanto existe, sea manifestado (fenómeno), o no manifestado, es decir, pertenezca a los ámbitos, por decirlo de esta manera, del “más allá de las cosas”. Ese yo profundo, cognitivo respecto a sí mismo y el mundo, actúa con eficiente autonomía respecto al individuo, otorgándole la virtud de “conocer” y la desventaja de “saberse pero no comprenderse del todo” en el laberinto de impresiones, unas fácticas y otras de carácter espiritual, que conforman la realidad más recóndita del ser humano. No parece razonable que sea a ese “yo” al que se refiere la señora Caballé. Demasiado azúcar para tan poco café con leche como cabe en una red social.
Si hablamos del “yo social”, puede que nos aproximemos más a lo que se pretende exponer en estas conclusiones sobre la irrupción de las nuevas tecnologías en el propio concepto de individualidad percibida como fenómeno único. El problema estaría entonces, sin embargo, en que no habría gran cosa que “vender” a la publicidad de los medios virtuales. Sería, por poner un ejemplo clásico, como si el más depravado de los libertinos o el más diligente banquero intentase vender su alma al diablo. La baratura de la mercancía hace innecesaria la transacción. El yo social del individuo contemporáneo, generalmente considerado, sufre una degradación, o por mejor expresarlo, una desorientación de tal magnitud que reinventarlo a través de las redes sociales parece tarea tan sencilla, y tan obvia, que el descubrimiento carecería de relevancia y, desde luego, no merecería ser materia de estudio en unas jornadas universitarias como las celebradas días atrás en Navarra.
Por último, es posible y no creo que descabellado suponer que la doctora Caballé, cuando habla del “yo íntimo”, se está refiriendo al yo privado, es decir, al individuo protegido por la confidencialidad de su vida y actos a que todo ciudadano tiene derecho. En tal caso, no estaríamos hablando de un cambio sustancial en la conceptualización de dicho yo, sino en una galana cesión que una serie de insensatos hacen de su privacidad, confiándola a la turbamulta expresiva de medios digitales donde el yo privado deja de ser agredido por la presión y capacidad intromisora de poderes superiores (el Estado sobre todo, aunque no exclusivamente), para diluirse afónico en un guirigay virtual donde todo el mundo tiene el derecho a expresarse, de hecho todo el mundo se expresa y, por eso mismo, nadie hace caso a nadie.
Como última reflexión sobre las supuestas ventajas de ciertas aplicaciones de las nuevas tecnologías en la exposición pública y genuina del yo, parece obligatorio recordar, tanto a la doctora Caballé como a quienes compartan su punto de vista, que la supuesta “potenciación de la expresión biográfica” en Internet, es un camelo en el que han dejado de creer, hace mucho tiempo, todos quienes tienen cierta experiencia en el manejo de navegadores, páginas web, foros, redes sociales, chats y demás ingenios propios de esta modernidad de la tarifa plana. Cualquier frecuentador de estos servicios sabe que los usuarios, por norma (y ciertamente por cautela, además de otros motivos menos confesables), mienten como respiran en dichos sites. No dicen una verdad ni al médico que los atiendeon-line. Una cosa es contar y trazar los perfiles de la propia biografía, la que en verdad nos define como individuos reales, y otra inventarse un yo virtual que figure con aceptable éxito en los espacios, también virtuales, de las redes sociales. Desde que Gaspar Llamazares, por aquel entonces coordinador de Izquierda Unida,  dio unos azotes al rey de España en sus no menos reales posaderas, suceso acontecido en Second Life, hasta el gato de mi vecina sabe que en Internet puede suceder de todo, y que nada de lo que sucede es real. Y si pasa de verdad algo verdadero, no tiene importancia. Las autobiografías narradas en Internet son tan ciertas y por tanto merecedoras de atención, estudio, trazado de perfiles estadísticos y obtención de patrones fiables sobre la conducta, como el aspecto físico de una estrella de Hollywood después de pasar siete veces por la clínica de cirugía plástica. Con una gran ventaja, desde luego: en Internet, conseguir una imagen física más que notable es completamente gratis; sólo se necesita el Photoshop, una fotografía de George Clooney o Nicole Kidmam y un poco de credulidad por parte del respetable. Y de eso mismo, credulidad, hay a espuertas, dentro y fuera de Internet.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

La vida es dura, muchachos


30/09/2010

Poetas y novelistas rechazados


Por José Luis Díaz-Granados

El escritor iniciado y anónimo –que es quizás el más auténtico, porque al decir de Ángel Rama “no es nadie, pero quiere serlo todo” –, es hipersensible a cualquier tipo de rechazo o indiferencia para con sus escritos primigenios. Y si no tiene las agallas suficientes para superar esos iniciales desaires, puede cometer el error de abandonar tan noble oficio y perderse en una larga crisis de autoestima. Pero hay algo peor: quien tiene conciencia de que lo que está escribiendo es una obra madura con caracteres perdurables, el sufrimiento causado por el rechazo no tiene par.
Durante los largos y penosos años de la Primera Guerra Mundial, James Joyce escribía en Zurich su monumental Ulises como un poseso. Paupérrimo, enfermo de los ojos, víctima de los más horrendos dolores de muelas, bebiendo hasta caerse en las aceras, malcriando a sus dos hijos y leyéndole a Nora, su esposa, capítulos de “esa cochinada” –como ella calificaba el manuscrito–, el irlandés sólo vivía para la escritura de su obra capital.
Cuando la terminó, Joyce debió enfrentarse a la peor de las aventuras de un escritor incomprendido y solitario: encontrar quien le imprimiera su libro. Fueron cerca de veinte las veces que el Ulises recibió el más rotundo rechazo por parte de editores y directores de revistas. A los ojos de ellos, los textos de Joyce eran enrevesados, incoherentes, disparatados y lo que se alcanzaba a comprender resultaba obsceno y escandaloso.
Los primeros en rechazar Ulises fueron Leonard y Virginia Woolf. En sus diarios, la autora de Orlando habló repetidas veces con desdén de esas “indecentes páginas”. Decía que Joyce era un autodidacta que se creía Tolstoi, pero que jamás llegaría a escribir una obra como La guerra y la paz. Y comparaba “el aburrido Ulises con los vómitos y sarpullidos de un niño”, etc. Entre tanto, Ezra Pound, mecenas desmesurado con sus amigos poetas, consiguió que una compatriota suya, la norteamericana Sylvia Beach, se interesara por el libro, y así, mediante suscripción, se logró publicar aquel cosmos literario el 2 de febrero de 1922 (día en que su autor cumplía 40 años). Inmediatamente comenzó el escándalo. Cuenta José María Valverde que de los dos mil ejemplares publicados, 500 se enviaron a los Estados Unidos, “pero todos ellos fueron quemados al llegar al país de la libertad”.
Cinco años más tarde, en escala hacia el Oriente, el poeta chileno Pablo Neruda conoce en Madrid a un joven crítico y editor llamado Guillermo de Torre, a quien le enseña el manuscrito de Residencia en la tierra (que luego ampliaría en el Asia y a su retorno a España). De Torre lo mira con menosprecio y lo rechaza de plano. “Él leyó los primeros poemas –recuerda Neruda– y al final me dijo, con toda franqueza, que no veía ni entendía nada, y que no sabía lo que me proponía con ellos”. El chileno debió esperar por lo menos seis años antes de ver publicada la primera parte de su obra capital, la que en opinión de muchos, alteró para siempre la poesía en idioma español.
Entre 1950 y 1951, Gabriel García Márquez escribió su primera novela, La hojarasca, preludio del mítico Macondo deCien años de soledad. Con sólo esa novela inicial, Gabo hubiera conquistado un lugar importante en la narrativa latinoamericana, como se ha podido comprobar después. Sin embargo, habiendo enviado el manuscrito a la Editorial Losada de Buenos Aires, fue rechazado por el despistado Guillermo de Torre, el mismo que 25 años atrás había desechado los originales de Residencia en la tierra.
De Torre, en carta de respuesta al joven escritor de Aracataca, le aconsejaba que se dedicara a cualquier otro oficio diferente de la literatura. García Márquez se sintió en el suelo, desamparado, ante una misiva que resultaba a todas luces aplastante.
Sin embargo, se sobrepuso al sentimiento producido por el despectivo consejo del “pajarito de papel” y tres años después publicó su primera novela en Bogotá, en una editorial fundada por un aventurero judío del que nunca más se volvió a tener noticia.
El editor español Constantino Bértolo, en carta a este cronista, le expresa que, efectivamente “la historia de la literatura está llena de errores editoriales”. Y entre esa infinidad de errores, podemos recordar el de André Gide, lector de Gallimard, cuando rechazó Un amor de Swann, primer volumen de En busca del tiempo perdido, de Proust. Afortunadamente hubo tiempo y vida para que Gide reconociera públicamente su error y se disculpara ante el frágil y sensible Marcel.
Recordemos también cómo a medida que iba escribiendo Pedro Páramo, Juan Rulfo sometía al taller literario de la editorial, capítulos y párrafos de su obra. Tanto Alí Chumacero como Ricardo Garibay escuchaban con desgano las alucinadas páginas de aquella extraña narración. “No tiene hilo conductor”, decía el uno, “por lo tanto no va a ninguna parte”. “Hombre, Juan”, decía el otro, “ponte a leer novelas antes de escribirlas”. Y el pobre Rulfo, sin dar explicaciones, continuaba la escritura hasta que la terminó y la entregó a los editores, quienes la publicaron debido al éxito obtenido dos años atrás con los cuentos de El llano en llamas.
Aunque parezca increíble, Alí Chumacero, jefe de prensa de la editorial, escribió una reseña diciendo que el libro no valía la pena. Rulfo se resignó ante el aparente fracaso y se fue a trabajar dos años, aislado del mundo, a Ciudad Alemán, en Veracruz. Cuando regresó al Distrito Federal encontró que su novela no solamente se había agotado, sino que estaba estudiándose en universidades mexicanas y extranjeras, y traduciéndose al inglés, al francés y al alemán. Además, día a día se convertía en el santo y seña de todo México.
Otros escritores que recibieron la bofetada del rechazo, por lo menos media docena de veces, fueron: Miguel Ángel Asturias con El señor presidente –tuvo que acudir a un préstamo de su madre, doña María Rosales de Asturias, para poder editarlo en Costa-Amic de México–, Richard Bach con Juan Salvador Gaviota –se vio obligado a vender su avioneta y hasta la esposa le dejó ante los sucesivos fracasos y rechazos editoriales– y el poeta peruano César Moro. Cuenta Augusto Monterroso que el gran libro de Moro, La tortuga ecuestre,“pasó durante algunos años por manos de varios editores argentinos que se negaron siempre a publicarlo”. No me extraña que el inefable señor De Torre hubiera sido el inquisidor de turno, pues según me contó Cobo Borda en La Habana,  también rechazó en su momento el manuscrito deLibertad bajo palabra, el libro capital de Octavio Paz.

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José Luis Díaz-Granados (Santa Marta, 1946), poeta, novelista y periodista cultural. Su novela Las puertas del infierno (1985), fue finalista del Premio Rómulo Gallegos. Su poesía se halla reunida en un volumen titulado La fiesta perpetua. Obra poética, 1962-2002(2003).